martes, 10 de diciembre de 2013

MANDELA y el carcelero.

Hace años, quizá 10, quizá más, estuve en Sudáfrica. Fui a Robben Island, la isla-prisión en la que Nelson Mandela pasó 27 años. Ni más ni menos que 27 años. Media vida para algunos. Una vida entera para otros. Allí sufrió la humillación del Estado - en este caso el sudafricano - en toda su enormidad. Allí ejerció éste último su monopolio de la represión de forma completa.

Visité las celdas y los cubículos de tortura. Las estancias diminutas forzadas a ser dormitorios para tantos presos que había que dormir en el suelo de costado, y salir a hacer pis podía costarte la vida. Y más muestras de hasta qué punto podemos ser despiadados. Pero ninguna de estas cosas me sorprendió lo suficiente como para hacerme preguntas nuevas o contemplar ese muestrario de la idiocia del poder con una mirada diferente.

Entonces miré por una ventana y vi unos niños jugando en un patio. Pregunté qué hacían allí esos niños, y nuestro guía - un hombre de color negro - nos contestó que eran los hijos de los guías de Robben Island, que vivían allí. Luego nos contó que él había sido un recluso en esa prisión. Y que con el fin del apartheid les habían ofrecido reconvertirse en guías de la misma cárcel que habían tenido que sufrir. Nos dijo que a los guardianes les habían hecho la misma oferta, y que muchos habían aceptado. Ex-prisioneros y ex-guardianes compartían trabajo y convivían en aquella isla.

Yo pegué un respingo y me indigné. Le pregunté cómo era capaz de convivir con sus verdugos. Y le dije que yo seguramente sería incapaz, porque no podría olvidar lo que esos mismos tipos habían hecho conmigo. Pensé que el hombre se excusaría, y hablaría de necesidad, de paro, de miseria, de resignación … Sin embargo sonrió y me miró con benevolencia. Me dijo que, efectivamente, había ex-carceleros que seguían pensando igual que cuando la prisión estaba en pleno funcionamiento. Yo pensé que el tipo era definitivamente tonto si era capaz de aguantar aquello sin pestañear. Luego me dijo que aquellos tipos negaban el presente. Pero que en el patio - y señaló a los niños que habían llamado mi atención antes - los hijos de aquellos antiguos carceleros y los suyos jugaban juntos. Y eran amigos. "Hemos ganado", me dijo. Mientras ellos protestaban, una nueva generación crecía en igualdad.

El tonto era yo, claro. Yo creía que se trataba de vengarse, y de reivindicar con furia un futuro en el que no hubiera sitio para aquellos tipejos. Y él, mucho más listo que yo, sabía que de lo que se trataba era de buscar un país libre de racismo. Aunque conseguirlo costara renunciar a pequeños actos de autoimportancia y egotismo, como el deseo de venganza o de exclusión del otro.

Nelson Mandela seguramente fue muchas cosas. Para mí fue sobre todo esta: el hombre que mostró un camino diferente para luchar por la justicia. Que abrió la puerta a la inclusión pacífica sin renunciar un sólo ápice a pelear por lo que quería y creía mejor. Era obstinado, pero no ciego.

Hoy se hará poco honor a su forma de ser sencilla y clara, mediante discursos hueros de políticos que en su propio país ejercen la pena de muerte, o la homofobia o la exclusión. Iba a indignarme contra ellos y a pedir que se vayan, pero en honor a Mandela diré que hoy todos ellos le rendirán honores y, dentro de su corazón desearán con fuerza parecerse a él. Y ese es su mejor legado. Espero que algún día lo consigan.