Permítanme que les diga que es una pena que lo grave nos aplaste con su peso mostrenco, obvio, plano; y que la camisa de fuerza de la inmediatez, que es esa soberana tiránica, esa forma de vida única, esa orejera de burro y para burro, nos someta a su camino. Hubiera querido hablar de otra cosa hoy. Justo ahora que desde una grieta en el asfalto, a nada que tuviéramos tiempo para escuchar, podría estar llamándonos una voz que dijera ser la Justicia, y nos pidiera que buscáramos entre las zarzas cercanas la palabra mágica para deshacer el hechizo que la mantiene presa. Justo ahora que el aire trae noticia, en un susurro casi imperceptible, de qué hay que decir para deshechizar el mundo de sus ataduras pepiñas. Pero nos lo vamos a perder. Y usted se lo perderá por lo que sea, pero yo me lo voy a perder porque soy un privilegiado.
¿Pero realmente lo soy?
Para saberlo habría que, como empezamos a hacer en el último post, ver qué es un privilegio y de qué forma se goza de él, quién y porqué lo goza. Vamos a ello.
Ya hemos visto que por tener agua corriente, algo que comer, estar vivos o tener un trabajo somos todos unos privilegiados. No serán éstos, por lo tanto, privilegios controladores. Veamos algunos otros:
El privilegio del salario y aledaños